Cuenta
el Génesis que, en el inicio de los tiempos, creo Yahvé Dios al
hombre y a la mujer a partir del barro de la tierra. Conocemos a
estos dos primeros seres como Adán
y Eva.
Estos nombres han llegado a nosotros como eso, simples nombres, pero
en su origen etimológico hacían referencia a ese mismo origen. Y
lejos de ser una imagen cualquiera, algo tosco propio de una sociedad
primitiva, es una preciosa metáfora
asumida por quien sabe que su ser es contingente, que no se ha dado a
sí mismo la existencia y que procede de lo más sencillo
y bajo, a lo que ha de regresar. Su
materia prima es el humus,
y por ello llamamos humilde
a quien reconoce esto.
Adán
y Eva, pues, son esos primeros seres con capacidad para pensar,
sentir, imaginar, crear, amar
y muchas cosas más, y todo ello
a la vez. Y, en relación con esa naturaleza inicial, les
atribuimos muchas cualidades y
características que
los humanos actuales hemos perdido.
La más visible
de todas ellas, y la que ha
quedado en mayor medida en el imaginario colectivo, es una: iban
desnudos.
![]() |
El primer beso de Adán y Eva, de S. Viniegra (1891) |
Bien,
llegados a este punto de nuestro recorrido, pueden bajarse, si lo
desean, aquellos que entre risotadas murmuran: «tetas, culos...» y
cosas similares. Pueden dar media vuelta y volver a sintonizar su
programa de TV favorito, que presumiblemente formará parte de la
parrilla de esa cadena cuyo número es mayor de 4 y menor que 6.
Prosigamos,
pues: Adán y Eva iban desnudos. Algunos relacionarán esto con una
especie de naturismo primigenio. Lo
asociarán con la escasez de
atuendo de ciertas sociedades
primitivas. Y lamentarán el hecho de que la sociedad y la cultura
hayan «impuesto» la necesidad de llevar ropas. Quienes sostengan
este argumentario probablemente lo acompañarán de una crítica a
los parámetros morales que han imperado en nuestras sociedades, y
considerarán que el pudor es un constructo de los mismos.
Volvamos
un momento a nuestros primeros padres. Iban, nunca mejor dicho, «como
Dios los trajo al mundo». Pero esto
no era sino una más de las muchas cualidades que formaban el estado
de inocencia primigenia.
No necesitaban cubrirse el uno ante el otro, porque donde
no hay amenaza no se necesita protección.
Pero, tras comer de la manzana
que no era una manzana (algún
día puede que hablemos de este fruto), nos cuentan que se percataron
de su desnudez, sintieron vergüenza y buscaron el modo de taparse.
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