Sus padres tampoco dejan claro si el verano largo es algo bueno. Está claro que el de sus hijos no lo es, porque mientras ellos trabajan hay que aparcarlos en algún sitio. Pero, ¿querrían los padres, por regla general, tener un verano tan largo como el de sus hijos? Me extraña. Tal y como se muestra todo, cabe pensar que a casi nadie le gusta pasar ese tiempo con sus hijos. De un tiempo a esta parte, se viene planteando el verano en familia como algo poco menos que infernal. Hay que escapar de aguantar a toda la tropa, que siempre será demasiada y demasiado agobiante, aunque las familias sean cada vez más pequeñas. El verano acaba, como declaran unánimemente los medios de comunicación, con una subida de los divorcios, porque los matrimonios han pasado demasiado tiempo juntos y han acabado tirándose de los pelos. Muchos desean volver al trabajo porque ahí se evaden del verdadero trabajo (entendiendo esta palabra en su acepción clásica de "sufrimiento"): la convivencia, el dar un poco de mí para dejar hueco al otro. Se hacen adictos al trabajo en una especie de ascetismo profano: en lugar de esforzarse por llevar una vida recta encaminada a amar, esforzarse por llevar una vida recta encaminada a no caerse de la cadena de producción y consumo. Encaminada, en fin, a ser uno más en la sociedad del bien-estar, en lugar del bien-ser.
En el extremo contrario, algunas personas sufren en exceso la vuelta de unas vacaciones estupendas, o, al menos, de estar a gustito unos días, sin preocuparse de las muchas cargas del resto del año. Y tanto el verano de ensueño como el verano de infierno acaban para dar paso a "la cruda realidad"... ¿Tan cruda es la realidad, que sólo nos acordamos de ella cuando se contrapone a lo que entendemos como bueno?
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