¿Quién y cómo eras? No sabemos apenas de ti. Está claro que eras una de las santas mujeres que acompañaban a Jesús. Santas mujeres, así, en plural. Pero desconozco si se te tiene una devoción específica en alguna parte. Hoy quiero mirarte un poco también a ti, testigo mudo del acontecimiento fundamental de nuestra historia. Miembro de la familia natural del Señor. Madre de cooperadores directos suyos. Compañera de la Magdalena. Probablemente mayor que ella, en circunstancias normales seguramente no tendríais nada que ver. Tal vez una madre de familia nunca se hubiera juntado con una mujer tachada de adúltera, o de la que Cristo había tenido que expulsar siete demonios. Y, sin embargo, Su presencia os hizo hermanas. Juntas frente al sepulcro, sois el inicio de la naciente comunidad. Compartir el nombre de la Madre es también signo de que compartís con ella mucho más: una misión, la de alumbrar a la nueva humanidad redimida. Mujeres en el huerto, nuevo jardín del Edén, a la espera del fruto del Árbol de la Vida, que ya había empezado a germinar en las entrañas de la tierra.
Sois imagen de nuestras parroquias, de nuestras comunidades. Cuántas preciosas relaciones de fraternidad solo han sido posibles en el seno de este divino huerto. Cuántas personas distintas, opuestas, potenciales enemigas incluso, han sido hechas hermanas solo en el seno de la comunidad de los bautizados. Hoy todos somos, el algún modo, «la otra María»: nuestro lugar, silencioso, al pie del sepulcro. Junto a los otros amados. Mirando a aquella con la que compartimos nombre y dolor. En estos días estamos contemplando de un modo terrible cómo el dolor y la adversidad unen a las personas. Aunque se trata de un pegamento muy frágil si no se suma la esperanza. La esperanza que dice que también estamos llamados a compartir -en una unión más duradera y perfecta- la alegria y la gloria.
Funcionamos así. Oímos a diario, una y otra vez, que hay sufrimiento en el mundo. Sabemos que hay personas llamando a nuestras puertas, trepando por nuestras vallas, lanzándose a los mares que bañan nuestras costas, para optar a una mínima parte de lo que nosotros vivimos como cotidiano. Lo sabemos, y lo asumimos, adoptando en mayor o menor medida discursos de justificación. Y es entonces cuando una imagen nos abofetea y nos obliga a caer en la cuenta de lo terriblemente encarnada que es la realidad que hemos intentado atrapar en nuestros conceptos. Ante la visión de un pequeño cuerpo inerte en una playa, de un niño que podría estar jugando en cualquiera de nuestros parques ajeno a todo el horror del mundo, muchos cambian sus discursos. Y donde antes había recelos, ahora parece haber aperturas de brazos.
Pero la maquinaria sigue funcionando. Los conceptos se hacen carne, la carne muere, y esa muerte acaba siendo de nuevo transformada en concepto, en imagen de propaganda. Y ese dolor con el que hemos tomado contacto no ha llegado a traspasar nuestra carne, sino, simplemente, nos ha rozado por un momento. Ha llegado a la fibra sensibe, pero tal vez su camino no se ha completado: no ha alcanzado la fibra vital. Nos ha hecho sentir lástima, pero tal vez no compasión. Ha podido conmovernos, pero tal vez no ha llegado a movernos.
Para esta reflexión no he tomado la fotografía del pequeño Aylan muerto en la playa, que probablemente ustedes han visto ya demasiadas veces. He optado por una imagen que cualquiera con una mínima cultura cristiana podrá reconocer: la prueba de Santo Tomás, el apóstol que, ante la noticia de la Resurrección de Jesús, dijo aquello de «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.». Es un ejemplo paradigmático del «si no lo veo, no lo creo», o, más aún, «si no lo toco, no lo creo». Una muestra de cómo tantas veces no nos basta con lo que oímos y exigimos tomar contacto con esa carne que hay detrás del concepto.
La
palabra con la que rescato del letargo este rinconcillo mío en la
red es, desde el punto de vista etimológico, bastante transparente:
tenemos, por un lado, la preposición «con», que indica compañía,
y, por otro, «pasión». ¿Y qué es pasión? Mucho me temo que
estamos ante otra palabra manoseada. Hemos vaciado de significados
«pasión», y lo mismo ha ocurrido con «compasión», de manera que
ya, más que hermanas, las hemos convertido en antónimas.
Y
es que al hablar de pasión, lo que nos viene a la mente suele estar
relacionado con el individualismo más exacerbado, lo irracional, lo
primario, los impulsos y apetitos, y generalmente encontramos el
término vinculando con lo erótico. Visto así, no queda lugar para
ningún «con-»:las pasiones son sufridas o gozadas por cada uno, en
su fuero más interno, y chocan con las pasiones ajenas, a veces a
modo de encuentro, y a veces a modo de desencuentro y de conflicto.
Pero, tras el choque, cada cual sigue su camino con sus pasiones.
Ante
este panorama, su palabra hermana, o mejor dicho, hija, queda también
vaciada: cuando oímos «compasión», generalmente la tenemos por
sinónimo de «lástima». Y una palabra que lleva en sí misma la
alusión a la comunión vuelve a ser reducida a un mero sentimiento
individual y momentáneo.
La
compasión es ni más ni menos que «padecer con». Hacer propio el
sufrimiento del otro, su padecer, su «pasión». Por evitar las
connotaciones negativas con las que hemos cargado al término, hoy
preferimos hablar de «empatía». En cualquier caso, algo que
resulta complicado en medio de la «globalización de la
indiferencia»,tal y como ha denunciado recientemente el PapaFrancisco.
En
estos días hablamos de otra Pasión, esta con mayúscula, «por
antonomasia», como afirma el Diccionario de la RAE. En estos días
se derraman lágrimas o se guarda reverencial silencio contemplando
al que padece por todos nosotros, seamos o no conscientes de ello.
Aparecen sentimientos que mueven a la compasión. No debemos obviar,
sin embargo, que hay una compasión primera, previa a la Pasión:
Jesús padece de forma voluntaria porque se compadece del dolor y la
miseria humana. Nosotros, que padecemos tantas veces, de forma
involuntaria o no, estamos llamados a esa misma compasión.
Estos
días habremos contemplado la Pasión como meros espectadores si no
buscamos salir de ellos pidiendo ser transformados y «contagiados»
por esa compasión de la que brota el acontecimiento que celebramos.
Solo de esta manera, sufriendo con en que sufre, haciéndonos cargo
del otro, abrazando los dolores y alegrías que salen a nuestro
encuentro, podremos llevar esperanza en medio de este mundo enfermo
de indiferencia.
Un año más, llegó el día de Todos los Santos. Para muchos (por desgracia, cada vez más), el día que va después de Halloween. Y es que celebrar la noche del 31 de octubre disfrazándose y decorándolo todo con motivos terroríficos es algo que se ha instalado entre las costumbres de nuestros contemporáneos, hasta el punto de eclipsar muchas otras otras tradiciones. Las películas y series estadounidenses, la mercadotecnia (o marketing, como el respetable guste) y las clases de inglés del colegio han conseguido lo que las familias y el entorno inmediato dejaron de hacer hace tiempo: configurar el calendario mental de las nuevas generaciones. Y del mismo modo que cada vez es menos frecuente disfrazarse en Carnaval, cada vez lo es más hacerlo en Halloween, a pesar de que la cosa dure menos y la temática de los disfraces sea más restringida y monótona.
Mucha gente se aventura a establecer los orígenes de esta fiesta, y la verdad es que no sé quién tiene razón. Puede que tuviera que ver con alguna conmemoración antigua de la llegada de los días oscuros, esto es, la llegada del otoño (o el final del verano, aquel que nuestros padres conmemoraban con la canción del Dúo Dinámico). Los cambios de estación siempre han tenido importancia en las manifestaciones de religiosidad natural. Pero hoy todo esto ha cambiado mucho y la llegada del otoño no nos suele parecer un motivo para festejar (aunque este esté siendo tan extrañamente caluroso). Lo que ha quedado es un batiburrillo de paganismo, noche de brujas y difuntos, y todo ello, en apariencia, exclusivamente al servicio de la juerga (que eso sí es muy español). Y digo en apariencia, porque también hay algún locatis suelto por ahí que se toma lo de esta noche como muy en serio, se van a cementerios y acaban burlándose de lo más sagrado. Y eso sí que no puede ser. Y como esta fiesta, en apariencia inocente, da ocasión a este tipo de estupideces, es necesario no estimular más su celebración.
Como respuesta a esto, comunidades católicas de todo el mundo han dedicado esta noche a realizar iniciativas de evangelización y oración, que en muchos sitios han llamado «Holywins», en un juego de palabras que transforma el vocablo «Halloween» para resaltar el triunfo de la santidad, que es lo que inicialmente veníamos celebrando ese día. Me parece una iniciativa bella, ¿qué mejor manera de celebrar la satidad que dando testimonio por las calles y orando?
Sin embargo, hay cosas de esta oleada de «anti-Halloweens» que me causan reparos. Sin dejar de reconocer lo valiosas que resultan estas iniciativas (yo misma voy a participar en una de ellas), hay una serie de aspectos que creo que merecen, al menos, una pequeña reflexión:
En primer lugar, encuentro un problema en plantearlo como un contraataque al Halloween que celebra la mayoría de la gente. Cierto es que tenemos el deber de combatir el mal, las tinieblas y la ignorancia que a veces les antecede. Pero el NO rotundo debe ser propiciado por un SÍ mucho más grande. No vale ser «anti-todo», porque si te defines como aquello a lo que te opones en realidad estás necesitándolo para establecer tu identidad. Y la luz no necesita las tinieblas, aunque en medio de ellas se haga visible con mayor intensidad.
Y aquí viene mi segunda observación: parece que hemos tenido que esperar a que la perversión de una de nuestras fiestas sea generalizada para ponernos a defenderla furibundamente. Y manda narices que esto sea así. Porque los católicos tenemos fiestas alucinantes que celebrar, y conmemorando acontecimientos verdaderamente grandes. Sin embargo, a veces las pasamos como si no significasen nada, o como tradición anquilosada, y nos olvidamos del Tercer Mandamiento y de todo lo que implica. Ahora que todo el mundo celebra Halloween, nosotros nos sentimos impelidos a manifestar a todos que lo que nosotros celebramos es a Todos los Santos. Sin embargo, ¿manifestamos con la misma contundencia cuando tiene lugar la reina de nuestras fiestas, la Pascua, y el resto del mundo está lamentando el fin de las vacaciones y la lluvia de las procesiones o festejando frívolamente la llegada de la primavera? Parece que solo nos molesta cuando nuestras fiestas las destruyen otros. Pero no nos damos cuenta de que nosotros mismos estamos silenciando, con nuestra indiferencia y falta de alegría, lo más grande que hemos de celebrar.
Y luego está lo de vestir a los niños de santos. Claro, como en la contrafiesta la gente se disfraza, hagamos lo mismo, versionado, en nuestra contra-contrafiesta. Soy la primera a la que le encanta disfrazarse. Pero si lo planteamos todo como un contra-contraataque, tenemos las de perder. Los niños, admitámoslo, encuentran más divertido ir de vampiros, brujas y zombies. Lo han visto en las películas desde que tienen uso de razón.
Porque, además, ¿qué es vestirse de santo? Aparte de Jesús, María, José y algún otro que resulte claramente identificable, disfrazarse de santo es viene siendo vestirse de cura, monja, fraile, obispo o galileo del siglo I. No sé si a los niños les resultará atractivo. Y no niego que sea algo muy educativo: a la vez que disfrazas a la chiquilla de Santa Teresa, le vas explicando quién es, le recitas algún poema suyo... Puede estar bien si se hace bien. Pero, ¿estamos seguros de que ese es el concepto de santidad que queremos transmitirles? Me refiero a convertir al santo en un personaje arquetípico, como ha ocurrido con la bruja o el vampiro. Un personaje presente en el inconsciente colectivo, pero ficticio. Además, lo convertimos en un arquetipo cuyos ropajes coinciden con los de religiosos y religiosas y con los de personas de épocas pasadas. Acabamos identificando santidad con estado de vida y, aunque no queramos, lo mostramos como algo ajeno. ¿Acaso no nos cansamos de decir que la santidad es algo cercano, cotidiano, para todos, que no es algo del pasado ni exclusivo de curas y monjas?
Los niños ya van vestidos de santos todos los días. Y ustedes, y yo. Se nos revistió de santidad el día de nuestro bautismo, y, aunque a veces manchemos ese precioso vestido, lo cierto es que con esta pinta, en este lugar y en este tiempo es en el que tenemos que recorrer nuestro camino de santidad. Como tantos otros, de los cuales no nos podríamos disfrazar, porque visten igual que nosotros y caminan a nuestro lado.
Y
es que la confianza inicial se había roto y, con ella, esa mirada de
amor y veneración hacia la otra persona, tanto en sus cualidades
interiores como en su cuerpo. Y es aquí donde entra en juego el
pudor: se trata de un natural mecanismo de protección ante el deseo
de posesión y dominio del otro. La
desnudez, física o afectiva, nos hace vulnerables. Si estoy desnuda
en mi casa y anda por ahí mi mascota, no sentiré pudor, porque sé
que el animal no tendrá esa mirada de dominio sobre mí. Pero entre
personas, esa posibilidad es tristemente frecuente.
¿Y
a qué viene que os cuente ahora todo esto? Mi intención es que nos
hagamos una ligera idea de la riqueza de significados que posee la
desnudez primigenia, la de Adán y Eva, la del hombre y la mujer
recién salidos de las manos del Creador. Y que, después de habernos
asomado un poco a este misterio, caigamos en la cuenta de lo burdos y
estúpidos que resultan ciertos empleos comerciales de esto mismo.
Me
refiero ahora al programa de telerrealidad
(o reality, para
quienes tienen pereza de decirlo en castellano) que ha escandalizado
al país y del que solo he tenido noticia a través de los temas de
momento (trending topics)
de Twitter. No sé nada acerca de la dinámica del concurso o lo que
quiera que sea. Solo sé que han tenido la jeta de llamarlo Adán
y Eva, y que los participantes
andan desnudos por una isla buscando pareja (de cópula, supongo,
pues con semejante carta de presentación no creo que se pretenda ni
se pueda aspirar a más). Otra vuelta de tuerca dentro del mundo de
los experimentos televisivos, de los cuales no sabríamos determinar
si son síntoma o causa de la sociedad en que vivimos actualmente.
Probablemente sea un poco las dos cosas, un círculo vicioso (qué
término tan apropiado) que configura la mentalidad colectiva y la
perpetúa. Este programa es solo una muestra. Afortunadamente, los
comentarios que he leído en la red social han sido más de rechazo
que de aprobación. Pero esto no significaría mucho si, a pesar del
rechazo, se sigue visualizando el contenido que es objeto de nuestra
crítica.
Y
al final, nos guste o no, estaremos perpetuando esta visión del ser
humano, de su cuerpo y de su intimidad, que tanto denostamos y tan
poco deseamos para nosotros mismos: como objeto de consumo, como
mercancía, como objetivo de
dominio y posesión. En fin, como todo lo contrario a esa primera
desnudez de la que se nos habla en el Génesis, la de Adán y Eva, la
del niño inocente, la que propicia la confianza y solo posibilita el
Amor.
Cuenta
el Génesis que, en el inicio de los tiempos, creo Yahvé Dios al
hombre y a la mujer a partir del barro de la tierra. Conocemos a
estos dos primeros seres como Adán
y Eva.
Estos nombres han llegado a nosotros como eso, simples nombres, pero
en su origen etimológico hacían referencia a ese mismo origen. Y
lejos de ser una imagen cualquiera, algo tosco propio de una sociedad
primitiva, es una preciosa metáfora
asumida por quien sabe que su ser es contingente, que no se ha dado a
sí mismo la existencia y que procede de lo más sencillo
y bajo, a lo que ha de regresar. Su
materia prima es el humus,
y por ello llamamos humilde
a quien reconoce esto.
Adán
y Eva, pues, son esos primeros seres con capacidad para pensar,
sentir, imaginar, crear, amar
y muchas cosas más, y todo ello
a la vez. Y, en relación con esa naturaleza inicial, les
atribuimos muchas cualidades y
características que
los humanos actuales hemos perdido.
La más visible
de todas ellas, y la que ha
quedado en mayor medida en el imaginario colectivo, es una: iban
desnudos.
El primer beso de Adán y Eva, de S. Viniegra (1891)
Bien,
llegados a este punto de nuestro recorrido, pueden bajarse, si lo
desean, aquellos que entre risotadas murmuran: «tetas, culos...» y
cosas similares. Pueden dar media vuelta y volver a sintonizar su
programa de TV favorito, que presumiblemente formará parte de la
parrilla de esa cadena cuyo número es mayor de 4 y menor que 6.
Prosigamos,
pues: Adán y Eva iban desnudos. Algunos relacionarán esto con una
especie de naturismo primigenio. Lo
asociarán con la escasez de
atuendo de ciertas sociedades
primitivas. Y lamentarán el hecho de que la sociedad y la cultura
hayan «impuesto» la necesidad de llevar ropas. Quienes sostengan
este argumentario probablemente lo acompañarán de una crítica a
los parámetros morales que han imperado en nuestras sociedades, y
considerarán que el pudor es un constructo de los mismos.
Volvamos
un momento a nuestros primeros padres. Iban, nunca mejor dicho, «como
Dios los trajo al mundo». Pero esto
no era sino una más de las muchas cualidades que formaban el estado
de inocencia primigenia.
No necesitaban cubrirse el uno ante el otro, porque donde
no hay amenaza no se necesita protección.
Pero, tras comer de la manzana
que no era una manzana(algún
día puede que hablemos de este fruto), nos cuentan que se percataron
de su desnudez, sintieron vergüenza y buscaron el modo de taparse.
Hace unos días tuvo lugar el debate entre
los dos principales candidatos de nuestro país para las Elecciones al
Parlamento Europeo que se celebran hoy. Al día siguiente, el candidato
del Partido Popular, Miguel Arias Cañete, afirmó que se había contenido
mucho en su discurso porque mostrar «superioridad intelectual» frente a
una mujer habría sido claramente tachado de machismo. Vaya, que don
Miguel concibió el debate como una guerra entre Alemania y
Liechtenstein, como una pelea entre Vin Diesel y Peter la Anguila, como
una partida de ajedrez entre Kasparov y Belén Esteban, o como un duelo
interpretativo entre Luis Tosar y Mario Casas. Desigual a todas luces.
Vamos, que Cañete pensaba que se comería con patatas a Valenciano y aún
se quedaría con hambre.
Ahora el candidato del Partido Popular ha pedido
disculpas. Se hizo de rogar seis días (una eternidad, en plena
campaña), pero el tema ya ha acaparado el debate político el tiempo
suficiente como para sacar las cosas de quicio. Cañete dio por hecho que
las tenía todas consigo, pero que algo jugaba en su contra: la
sobreprotección que, presuntamente, se ejerce sobre una mujer cuando
esta está compitiendo con un hombre en desigualdad de condiciones.
Imaginemos por un momento que la situación hubiera sido al revés, y
Valenciano (que tampoco es el paradigma del respeto y la consideración)
hubiera dicho al día siguiente que no estuvo muy fina porque le daba
reparo acorralar dialécticamente a un señor mayor. ¿Habría sido tachada
de gerontófoba (término que no se emplea nunca, aunque nuestra sociedad
lo es cada vez más)? Probablemente, no. Aunque en campaña ya se sabe que
todo vale, o eso parece.
Lo cierto es que fue un debate desigual, pero no porque
uno fuese abogado del Estado y la otra no haya terminado la
licenciatura, como se ha dicho por ahí con muy mala leche. No. Era
desigual porque son dos personas totalmente distintas. El error no está
tanto en las palabras de uno o de otro. Está en hacer un «cara a cara»
con ellos dos, haciendo de la oposición entre ambos el centro del debate
político actual. ¿Se juegan algo el uno contra el otro? Ese es el
problema: que sí, que hemos convertido algo que debe ser de todos en
cosa de dos (curiosamente, también hemos convertido lo que ha de ser
cosa de dos en asunto de todos, pero ese es otro tema). Cuanto más se
tiran los trastos a la cabeza, más convierten en una batalla personal lo
que ha de ser un asunto social (del mismo modo que pretendemos que
asuntos naturalmente sociales se reduzcan a lo meramente personal). Y
cuanto más enfrascados están en sus batallas personales, menos estarán
haciendo aquello para lo que se supone que son elegidos. Y, lo que es
más importante, cuanto más entremos los ciudadanos en esas batallas del
«nosotros contra vosotros» y del «y tú más», más estaremos olvidando que
lo que se juega no es un partido de fútbol entre equipos de diferentes
colores, y que los protagonistas debemos ser nosotros, no solo ellos. Y
que mientras sigamos votando en contra de Fulanito o de Menganita, y
menos a favor de lo que consideremos mejor para todos, estaremos
perpetuando los males que hoy nos aquejan como sociedad.
Comienza la etapa de solicitar colegio para los más pequeños de la casa. Algunos papás y mamás preocupados andarán mirando en foros, ránkings y demás sitios qué colegio es el más adecuado para que sus pequeños crezcan en sabiduría y en gracia, o por lo menos no se pierdan en el intento. Y yo, que últimamente pienso en este tema más de lo habitual por experiencias recientes, quiero tomar prestadas unas geniales palabras del escritor Daniel Pennac, que me sirven para hacer un acercamiento al porqué de mi defensa de la escuela pública, tristemente denostada por algunos sectores ideológicos.
En su libro autobiográfico Mal de escuela, Pennac explica que él, de niño, era tenido por todos como un zoquete que nunca llegaría a nada, y fue gracias a algunos maestros que creyeron en él, que finalmente llegó a terminar los estudios básicos, llegó a la universidad, se convirtió en maestro y, posteriormente, en escritor. Todo un cambio de rumbo, una bofetada a los que miran con tristeza a los alumnos «negados» y piensan en el «gasto» que supone su formación.
Pues bien, indagando en las posibles razones de su temprana incapacidad, comenta lo siguiente:
Tampoco puede obtenerse una explicación a partir de la historia familiar. Es una progresión social en tres generaciones gracias a la escuela laica, gratuita y obligatoria, un ascenso republicano, en suma, una victoria a la Jules Ferry... Otro Jules, el tío de mi padre, el Tío, Jules Pennacchioni, condujo hasta el certificado de estudios a los niños de Guargualé y PilaCanale, los pueblos corsos de la familia; se le deben generaciones de maestros, de carteros, de gendarmes y demás funcionarios de la Francia colonial o metropolitana... (tal vez también algunos bandidos, pero los habría convertido en lectores). El Tío, según dicen, obligaba a hacer dictados y ejercicios de cálculo a todo el mundo y en cualquier circunstancia; se dice también que era capaz de raptar a los niños obligados por sus padres a hacer novillos durante la recolección de las castañas. Los capturaba en el monte, se los llevaba a casa y avisaba al padre esclavista:
—Te devolveré a tu muchacho cuando tenga el certificado.
Si es una leyenda, me gusta. No creo que pueda concebirse de otro modo el oficio de maestro. Todo lo malo que se dice de la escuela nos oculta el número de niños que ha salvado de las taras, los prejuicios, la altivez, la ignorancia, la estupidez, la codicia, la inmovilidad o el fatalismo de las familias.
Volvemos a estar a vueltas con
el tema del aborto. A muchos les gustaría que este tema hubiese dejado
de ser motivo de debate hace tiempo, por haber llegado a ser algo
totalmente normalizado y aceptado, pero me temo que eso es altamente
improbable, pues todo lo que afecta a lo más esencial de la vida humana
estará siempre entre nuestras cuestiones perennes.
Sin embargo, intereses de un lado y de otro se empeñan en apartar del
centro lo verdaderamente esencial para poner en la picota otras
preguntas en las que cabe un debate más encarnizado y una
criminalización más feroz del contrario. ¿A quién le importa cuándo
empieza una vida humana? Lo verdaderamente importante es la LIBERTAD,
así, a lo grande, aunque, curiosamente, el concepto de libertad que se
acabe defendiendo es bastante pequeño, reducido del todo, una simple
libertad de elección.
La libertad de elección que se propugna es la libertad para hacer lo
que uno quiere y disponer de lo que se tiene al alcance para los propios
propósitos. Soy libre de decidir qué hacer con mi propio cuerpo, porque
mi bombo es mío. Sin embargo, olvidamos muy frecuentemente que libertad
implica responsabilidad, y que, para disponer libremente de algo, debo,
en primer lugar (y aunque parezca una perogrullada) disponer
auténticamente de ello.
Cuando alguien adquiere la libertad para ejercer de aquello para lo
que se ha preparado (libertad, esa sí, que no tenemos garantizada ni por
asomo), primero se ha hecho dueño de esos conocimientos, y después está
listo para ejercerlos libremente. Pero también se hace tremendamente
responsable. Un médico, un enfermero, un maestro, un profesor, un conductor de cualquier tipo de vehículo... tienen en sus manos
decenas de vidas. Nos parecería absurdo hablar de la libertad de estas personas sin
apelar a su responsabilidad. Sin embargo, eso es lo que hacemos cuando
se trata de la tan proclamada libertad sexual y reproductiva. Ahí
podemos decir sin sonrojarnos que somos libres de hacer lo que nos
plazca con nuestro propio cuerpo, pero sin que asome en ningún momento
la responsabilidad.
No hablo ahora de los casos de aborto por violación o por razones
graves relacionadas con la salud de la madre o del hijo. Esos casos
merecen una atención aparte y, por desgracia, son los que acaban
utilizando como argumento quienes defienden un aborto totalmente
normalizado y sin restricciones. Sin embargo, la realidad es tozuda y
muestra que estos casos constituyen un porcentaje mínimo y que gran
parte de los abortos que han tenido lugar en los últimos años han sido
elección de la madre, sin otras causas.
Llama la atención leer en las redes sociales a chiquillas que aún ni
han terminado la ESO afirmar su libertad sobre su propio cuerpo. Lo han
aprendido bien pronto. Se aclama sin cesar por todas partes que las
mujeres somos libres de disponer de nuestros úteros y demás órganos
sexuales. Sin embargo, qué curioso, esa libertad es abanderada después
de que se haya dado el embarazo. ¿Dónde estaba la libre disposición del
propio cuerpo antes de que tuviera lugar esa fecundación? ¿Dónde la
libre elección a la hora de hacer lo que necesariamente se ha de hacer
para que eso suceda? Al parecer, en esos momentos no somos tan maduras y
autosuficientes como proclamamos después. Repito que dejo fuera el
supuesto terrible de la violación. En la mayor parte de los casos, hemos
sido libres y dueñas de nuestros cuerpos para pasar un buen rato con
ellos. También lo han sido los caballeros que han compartido con
nosotras esos estupendos momentos. Eso sí, ha sido una libertad
falseada, porque ni unos ni otros nos hemos hecho plenamente
responsables de nuestros actos, de nuestros cuerpos o de los cuerpos
ajenos. Después, cuando llega la parte menos agradable, el caballero
desaparece del horizonte como si la cosa no hubiera ido con él, y ahí es
cuando nosotras, y solo nosotras, somos libres y responsables de
nuestros cuerpos, cuando ya llevamos en nuestro interior un cuerpo que
no nos pertenece.
Se alude a la libertad de la mujer después del embarazo... ¿Y antes?
¿Hemos sufrido enajenación mental transitoria, aturdidas en una
sobredosis de libertad sin libertad? Me parece una absoluta falta de
respeto y una utilización de la libertad sexual totalmente al servicio
de las ideologías políticas y los intereses comerciales de las
multinacionales de los métodos anticonceptivos y del aborto
(multinacionales que, contrariamente a lo que podríamos pensar, se dan
la mano para conseguir fines comunes). Porque no, no son ONGs. Aunque a
veces las ONGs acaben sirviendo a sus intereses con el pretexto de la
defensa de ciertos derechos.
Somos libres. Nuestro cuerpo es nuestro, y aunque no nos lo hemos
dado a nosotros mismos, podemos disponer de él para lo que nos plazca.
Pero la libertad implica conocer y asumir. La libertad, como gran poder
que es, conlleva una gran responsabilidad.